Eusebio Espejo, el lechero de mi infancia

 

El  barrio nos habla de recuerdos, nos estremece de emociones y nos despierta  un mundo de fantasías. Aún hoy, conservo en mi memoria la figura del lechero con su vasija para servir. Encarnó a ese personaje que muy de madrugada se levantaba para ordeñar y despertaba con sus consabidos versos a las vecinas, trayéndoles el nutritivo zumo blanco para el desayuno con un poco de gordura. 

Marchaban por las calles con su jardinera tarareando alguna melodía, con una batería de recipientes en la caja, no todos de igual tamaño de forma cilíndrica,  sus tapas estaban sujetas con una cadena a la manija, los menos llevaban una chapa de bronce identificando al propietario.

Las chatas lecheras tenían un armazón de madera con huecos de distintos diámetros para colocar los tarros y evitar el sacudimiento del preciado líquido. Entre los elementos de trabajo -no faltaba- el encerado y el par de botas de goma que guardaban debajo del asiento para guarecerse del mal tiempo.

La jardinera se detenía todos los días frente a la puerta del vecino, parecía  que los caballos se acordaban de memoria los trayectos y paradas, ahí entonces, descendía rápidamente con un tarro de 10 litros y un jarrito –medida- en la otra mano. Se internaban en los corredores y al fondo casi siempre los esperaban las patronas con una lechera  para que vaciara unos litros de leche fresca.

No todos los lecheros eran vascos, los había también italianos, españoles y hasta turcos. Después,  terminada la recorrida habitual, visitaban algún boliche que les quedaba de paso para tomar una grapa  o un vermut. En las charlas de boliches entre carreros y lecheros nacieron cuentos, chistes  y curiosas anécdotas.  

Con el devenir de los tiempos la comercialización fue cambiando, de leche cruda, fresca y suelta se pasó a la  envasada en botellas y luego al sachet y cajitas  en polvo. De la venta en el mostrador a ser retirada directamente de las enfriadoras en los supermercados.

Suipacha tuvo sus lecheros como otros pueblos de la provincia; aún hoy  personas mayores  recordarán con nostalgia  a Elizalde, Cámpora,  Belarra, Fernández, Stábile, Frattini, Espejo entre otros, que recorrían diariamente las calles para llevar a los hogares el vital alimento.

Uno de los últimos exponentes del oficio fue nuestro bien ponderado Eusebio Espejo. Con su figura inmortalizamos al resto de los lecheros de Suipacha, que fueron desapareciendo poco a poco con el avance de las nuevas técnicas de comercialización y exigencias de calidad.

Había nacido en el año 1912 en Carlos Casares, lo apodaban “El Ñato”, se casó con su amiga de la infancia doña María Villalba, con la que tuvo tres hijos y se acompañaron mutuamente en las tareas rurales.

Sus hijos lo recuerdan como un padre cariñoso, rara vez les levantó la mano para reprenderlos, bastaba una mirada para dominar la situación de indisciplina, fue refugio de los niños cuando doña Mónica les quería azotar.

Siendo muy jovencito  ayudaba a su padre  en el campo de Baztarrica (9 de Julio), entablando una sólida amistad con su hijo, quien fuera nuestro caracterizado  Dr. Martín Baztarrica. También  realizó tareas de arado y siembra y amanse de animales en la hacienda de Inchauspe (9 de Julio) y como encargado de cuatro tambos en el establecimiento de Angel Rossi (Castilla), en los que trabajaba desde que aclaraba hasta la puesta del sol. Estando en la zona de Báez amansaba caballos  destinados a la práctica de polo en la Estancia Santa Rosa de Bengolea. Durante el día, se paraba solo para almorzar y para tomar la merienda consistente en mate cocido con pan casero y queso. En la cocina de la estancia había un largo fogón con varias hornallas con brasas encendidas, una parrilla y trozos de carne para saciar el hambre de los recién llegado.

Como hombre criado  en el campo adquirió la sabiduría de los mayores, aprendió a trenzar soga, curtir el cuero de vaca para hacer tientos,  curar verrugas, gusanos, empeines, eczema y combatir a la isoca; todo de palabra.

A quien escribe este relato, siendo joven le había aparecido una verruga en el dedo índice de la mano izquierda que trataba de esconderla ante sus conocidos. Un día, un amigo de su padre, le dice: “Eusebio te curará”. Al otro día partí rumbo a lo de Eusebio, le conté lo que me pasaba, tomó mi mano entre las suyas, murmuró unas palabras en voz baja y enseguida me dijo: “para el domingo que viene no tendrás  verruga”. Entre tanto, pasaron los días, me olvidé del asunto, yo era un poco incrédulo, hasta que cierta mañana ante mi asombro al tomar una taza, note que  la verruga había desaparecido. Me puse recontento. Quise pagarle, pero  se me enojó, solo le basto muchas gracias.

Cuando se traslada del paraje Román Báez cerca al pueblo de Suipacha, alquila el campo de la familia Goyeneche situado cerca del Cementerio y le compra el reparto de leche a Tito Scarlassa. Se levantaban de madrugada –él y ella- para ayudar al tambero, el ordeñe era a mano; tenía un especial cuidado para los niños, ordeñaba siempre la misma vaca  para cuidarles la salud. Su recorrido se iniciaba a las siete por las calles del pueblo y terminaba a las once de la mañana. Eso sí, todas las tardes se reunía en el bar de Tolo Manfredi (hoy Casa de Larrechea) con otros lecheros, entre ellos  Belarra, Fernández y Cámpora para beber alguna copa y jugar a los naipes.

Tuvo inquietudes comunitarias, con don Chidichimo –talabartero- fundaron el centro tradicionalista “El Cimarrón”; además integró la Cooperadora Policial en los años cincuenta y fue Presidente del Club Social de Báez en su inicios y en sus últimos años de vida se desempeñó como encargado del Corralón Municipal. Los que lo conocieron lo describen como un hombre alto, de cabellos negros, tez curtida, ojos oscuros, muy vivaces y una media sonrisa dejando ver su blanca dentadura. Fue amigo de confianza de Marcelo Lynch Gorostiaga, hombre de un rico anecdotario. Nunca le faltó el clásico pañuelo blanco al cuello y el sombrero negro y de vez en cuando se tomaba el tiempo exacto para cuajar casi una frase  ¡Qué carajo quieres!

Durante las festividades Patrias se empilchaba  con un  traje negro, camisa blanca, pañuelo al cuello, una escarapela en el pecho y un pequeño cuchillo de plata con incrustaciones de oro envainado en la cintura, se ceñía  un cinto de cuero de vaca color blanco; rematado con una hebilla que tenía  tallada su inicial. Gozaba jugando entre amigos a la taba y le gustaba bailar  tangos y milongas con reminiscencias camperas.

Desde su adiós ha quedado un vacío. Pero seguro que allá está mirándonos con esa sonrisa socarrona,  callado y diciendo “Váyase al carajo” expresando un desacuerdo con alguien.

 

 

 

 

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