Un encuentro inesperado

Esteban Díaz es uno de los personajes del relato, relacionado de manera directa con el acontecimiento central. Sucedió el día de los Santos Inocentes. Era de noche; con algunas lloviznas aisladas y el calor agobiante presagiaba tormenta. Luego de cenar en la casa de su madre, salió con su automóvil. La crisis de fines del 2001 lo dejó sin trabajo, ahora se malganaba la vida conduciendo un taxi. Eran las veintitrés. La gran ciudad brillaba ya en sus múltiples esplendores. En el cielo algunas nubes intentaban cubrir a la luna. Mientras su Fiat Duna, modelo noventa y ocho, rodaba por la calle Lavalle y mientras cruzaba la esquina con Florida, detiene la marcha en el medio de la calzada para levantar a un pasajero alto, con barba escasa, algo torpe en sus movimientos y cubierto con una capucha que lo protegía de las miradas.

Esteban le pregunta ¿a dónde va? El pasajero – responde secamente -: “hasta Rivadavia y José María Moreno”. Se dirigen por la Avenida Rivadavia hacia Caballito, estaba vacía y los faros del subte permanecían pálidos, deteniendo solo la velocidad en los semáforos en rojo. Transcurridos algunos minutos del viaje acompañados de un silencio tenso, el chófer capta en el ambiente una sensación extraña. Al llegar a una manzana escasamente iluminada cercana al Parque Rivadavia, sobrevino la sorpresa, percibe por debajo de su nuca la presión de una navaja barbera sostenida por manos temblorosas. Estaba siendo víctima de un asalto.

Sorprendido el conductor quedó tenso, como si estuviera fijo en la butaca. No le podía ver el rostro.

Su voz, inesperada, lo sobresaltó, entrecortada por los nervios dice – Pará – ¡Es un asalto!, esa voz le parece conocida. Algo, sin embargo había cambiado en ella.

Pero, en ese instante; Esteban frena súbitamente, el cuerpo de quien lo asalta, es lanzado hacia delante, momento en que lo toma firmemente por la muñeca y se da vuelta. Sus rostros se enfrentan por primera vez. Ambos exclaman ¡Dios Santo! El asombro sobrecogió sus ánimos; se llaman por sus respectivos nombres. Mueven sus cabezas desoladamente. Hay tirantez; se olvidan por un instante de lo que ocurre. Todo parece poblado de monstruos.

-¡Vaya sorpresa que les deparó el destino!

Ya no quedan rastros de la tormenta y el robo podía no haber sucedido. Era inevitable el recuerdo, pensar en la infancia, en la casa materna.

En aquel momento, se ven caer lágrimas de los ojos del ladrón y el desconsuelo lo acomete. Es una noche triste. Ambos eran amigos y tucumanos, excluidos en su provincia natal del desarrollo y empobrecieron con sus familias, luego de la reforma neo liberal de los años noventa, que contribuyó a la desocupación y al agravamiento de la desigualdad social.

Un día vinieron a Buenos Aires en busca de un mejor porvenir. Rápidamente comprendieron el aislamiento y cómo, poco a poco, los absorbía la gran urbe.

El desarraigo era una carga irritante. ¡Qué lejos estaban de Tucumán!

Esteban tocado por lo sucedido, atinó a llevarlo al bar al que habitualmente concurría; hoy, lo hacía más temprano de lo corriente. No había mucha gente. Estaba fatigado.

Al llegar, los atiende el mozo de siempre, los recibe sorprendido y les señala: ¡Allí hay un lugar libre!

Una vez sentados, el mozo les pregunta:

-¿Quieren algo para beber? Agua mineral y lo de siempre – responde Esteban.

Se crea cierto grado de suspenso alrededor de ellos. Al verse así, titubean.

– ¿Estás apenado, Adolfo? – preguntó Esteban, por decir algo.

– Así lo ha querido Dios.- contesto Adolfo dejando ver su blanca dentadura, un repentino rubor subía a las enjutas mejillas. Al cabo de una pausa levanta su cabeza y toma coraje.

– ¡Dios mío, cuántos años han pasado!

– Al menos trece… -dijo lentamente Esteban.

– Entonces Adolfo, gira la cabeza, cuenta con voz insegura lo que nadie conoce: no puede soportar la muerte de su único hijo, se siente desganado y lo invade un sentimiento de culpa, que lo inmoviliza. Su ánimo está alterado y no puede realizar sus tareas de albañil porque le teme a las alturas, la cuestión de mantener el equilibrio en los andamios lo angustia, esa preocupación lo anula y le impide ganar honestamente el pan diario.

Esa noche de los “Santos Inocentes”, Adolfo estaba sentado en su lecho con su vista en el cielo raso, solo; sus pensamientos vagaban de un lado a otro. Su cabeza le pesaba; el cuerpo le dolía; apenas podía abrir los ojos. Descruza las piernas, da un golpe con sus pies sobre el piso, se incorpora y toma la navaja.

Extrañaba a sus hermanos. Sudaba y hacia muecas, quería volver con ellos, lo cierto es que necesitaba juntar plata para el pasaje. En un momento de desesperación decide hacer lo que nunca pensó ¡robar! Luego lo imponderable. La Casualidad (¿existe?), Dios o el Destino, lo ponen frente a un conocido de la infancia, alguien que puede entender desde su propia historia lo que le pasa. Sintió desazón y miedo.

Le pide ayuda, consejo, algo que lo salve; y Esteban, conmovido y sintiéndose un poco artífice de la suerte del otro, le promete apoyo, contención para su recuperaciòn. Quizás lo logren, quizás no. ¡Es todo tan complejo! Pero comprende que hay una oportunidad para su recuperación.

Esa noche tiene algo de magia: en torno de ellos ronda un extraño silencio, ya no están solos, todavía hay lugar para la esperanza.

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