El canillita del pueblo

El pueblo estaba envuelto en la niebla matutina. A Martín Orellano, apodado el Negro por sus rasgos africanos lo veíamos en cada esquina. Nunca le oímos gritar ¡Diariooo, diarioo!

En su niñez, la familia se trasladó a Suipacha desde J.J. Almeyra, pequeño pueblo del partido de Navarro. Su padre fue Mauricio Orellano de ascendencia africana pero nacido en la Argentina. Conducía un coche de plaza, estacionaba frente a la estación del ferrocarril en espera de viajeros, sentado en el pescante del carruaje, algo encorvado el cuerpo, permanecía inmóvil, entregado a sus pensamientos, la yegua baya también estaba quieta. Encaramado en un estribo el pequeño Martín, que no cesaba de sonreír. Subsistió a una infancia dura, sin juguetes y con muchos sufrimientos.

La experiencia que vivió el país hacia 1930 engendra la “década infame”, sobrevino un tiempo de mucha pobreza que tocó hondo los bolsillos. La crítica situación económica obligaba a más de uno a aguzar el ingenio para aumentar los ingresos de la familia. Allá por el año cuarenta y dos Martín Orellano decidió levantar quiniela para superar su falta de dinero. Por esta razón, esperaba temeroso en la confitería de Ricardo Vitellini, hoy La Ideal, al pasador de apuestas que llegaba en colectivo. Superada la experiencia de levantador de quiniela, por invitación de Bonifacio Rockoma, dueño de la única librería y agente oficial de diarios y revistas nacionales, se convierte en Canillita. Vale recordar que hasta esa época la distribución era efectuada por los empleados del Correo, que esperaban la remesa en la estación de trenes que llegaba a las nueve de la mañana procedente de la Capital Federal.

Dos rasgos físicos distinguían a Martín del resto de sus semejantes: su piel oscura heredada de sus padres y el pelo ensortijado. Desde niño vivió con su madre y una hermana. Su mamá murió siendo muy anciana. Almorzaba tarde, pensaba en la sopa, como postre mate con restos de galleta de la semana, vivían con lo justo “gambeteando la pobreza”.

En la década del cincuenta alquilaba un rancho de adobe con piso de tierra, quedaba en las afueras, en la quinta de Arístides Testa Díaz, antes de la Plaza Rosario Suárez, de manera que había que cruzar el pueblo, desde allí se veían las primeras quintas y al fondo del barrio “Las 14 Provincias” el cielo de un celeste pálido. Este barrio era llamado así por las migraciones de varias provincias del noroeste que venían a levantar la cosecha, que se quedaron aquí, formaron sus familias y dieron origen a un sedimento mestizo.

Al despertarse de la siesta, se sentaba bajo un añoso árbol en el patio del rancho, preparaba sus cigarros negros y disfrutaba aspirando la fragancia del tabaco. De vez en cuando leía gastados libros que le prestaba el profesor Arístides que acrecentaban su cultura.

Tuvo una virtud, como descendiente de la raza africana amó la música, la milonga lunfarda, el candombe y el tango. En las ocasiones en que salía con sus amigos se peinaba cuidadosamente con Glostora, vestía un saco cruzado con una flor en el ojal y se colocaba un pañuelo beige anudado al cuello y si llegaba a hacer frío una chalina cubría su cuello.

Ni bien el reloj marcaba las 8,30 iniciaba su jornada, marchando a la parada de trenes con el librero Rockoma, retiraban la encomienda, después la trasladaban al puesto de venta en la Diagonal cercano a la esquina con calle Sarmiento. Allí sin descanso doblaban los diarios, preparaban las entregas y atendían a los compradores. Antes del medio día empezaba el recorrido por la Avenida, que concentraba la mayor cantidad de casas para tomar luego por Rivadavia, la otra arteria representativa por su movimiento comercial. Posteriormente se detenía en la vereda del Banco de la Provincia de Buenos Aires, hacía su entrega en la sucursal bancaria, cruzaba la calle hacia la Confitería 4 de Mayo de los hermanos Juan y Héctor Greco (hoy Bazar “D y D”) y al entrar todos lo miraban; para su regocijo vendía su última remesa de diarios. Partía rumbo a la parada de colectivos de La Florida, única línea de ómnibus de corta distancia que conectaba Suipacha con los pueblos vecinos. El recorrido sigue por Combate de San Lorenzo, la primera arteria con nombre propio, propiciada por una asociación cívico-militar. Avanzaba con paso cansino, calzando alpargatas Rueda con bigotes producto del deshilachado del cáñamo hacia las vías del ferrocarril, al pasar por la Iglesia, se descubría, secaba el sudor de la frente con un pañuelo bordado, se colocaba el sombrero de paja, acomodaba el bulto debajo del brazo izquierdo y marchaba sin que ningún suceso alterara su ritmo.

Había transcurrido el medio día, reinaba en la calle un gran silencio, las copas de los árboles ardían de calor, eran los únicos surtidores de sombra. Para los días de lluvia recurría a un encerado negro con capucha y para chapalear en el barro usaba botas Pampero. Existían pocas cuadras pavimentadas. El oficio de canillita implicaba riesgos, la mordedura de un perro, pescarse una neumonía, ser atropellado por un auto y lo que es peor por un cadenero desbocado, eran otros tiempos.

Caminaba paralelo al templo por San Lorenzo, se refrescaba la sien y los puños con el agua que extraía de una canilla de la estación de Servicio YPF, ubicada en la esquina de Belgrano, que hoy no existe. Entraba en el restaurante de Gamaleri, ocupaba la misma mesa lateral de siempre, esperaba que le sirvieran un vino acompañado de pequeños trozos de queso; por instantes lo invadían una serie de aromas que venían de la cocina. Apresuraba tomar el vino para presenciar un conversado truco mientras lucía entre sus labios un escarbadientes.

Miraba por la ventana y lo veía venir, a eso de la una y media de la tarde, depositaba su paquete en las escalinatas del zaguán de Lelo Stábile, era un pasillo muy luminoso, razón por la que entornaba la puerta, permanecía pensativo, con sus manos entrelazadas y el busto erguido. Enfrente estaba mi casa. Me saludaba. Me entregaba el Clarín todos los días y a veces el Álbum del Tony. Nos despedíamos. Partía para el rancho, no había mujer que lo esperara, no le dolía la soledad. Usaba siempre el mismo atuendo sin ostentación.

A fin de mes, debía cobrar y pagar cuentas; confeccionaba de puño y letra las facturas a los abonados, su ortografía era impecable y excelente la caligrafía en letra cursiva, utilizaba lapiceras de madera con pluma cucharita y tinta negra. Colocaba su firma, primero la inicial de su nombre seguida del apellido en forma ascendente mostrando su sentido positivo. A esta altura se rendía un informe a si mismo, sobre los diario vendidos según los barrios. En el Centro La Nación, La Prensa y Clarín, fuera del mismo Democracia, Crítica y El Mundo. Y, pensaba que cuando la noticia se refería a un hecho desgraciado, a los lectores les encantaba leer los títulos de la primera página y mirar las fotografías del siniestro.

Me había acostumbrado. Cada viernes me asomaba a la puerta de mi casa a esperar a Martín, momento en que recibía mi historieta preferida. Estas nos ofrecían un mundo inocente de sensaciones, por instantes nos acercaban a los hechos y nos convertíamos en personajes. Desarrollaban nuestra imaginación y despertaban nuestra capacidad de asombro.

Podemos recordar a Martín cada mañana, cada tarde y cada noche cumpliendo con el horario; cómo lo lograba es todo un misterio. Sus francos fueron el Día del Canillita, del Trabajador y para las fiestas de fin de año.

Como nadie conocía los gustos de la gente. Es más, para las distintas edades tenía sus ofertas. Para los adultos “Que Tío” y “Rico Tipo” de carácter picaresco. “Ahora” y “Primera Plana” de información general, social y política. Semanalmente “Patoruzu “ de humor y para las damas “Tía Vicenta”, “Para Ti”, “Vosotras”, “Chabela”. Para despertar los corazones juveniles repartía fotonovelas. Para los niños y jóvenes según a sus edades ofrecía el Rayo Rojo, Misterix, El Tony, Fantasías, Pato Donald, Sargento Kid y Paturuzito.

A medida que hablaba nos dábamos cuenta que tenía claro el sentido de la vida, defendió y protegió a su manera la naturaleza. Sufrió mucho por las impertinencias de los niños del barrio, éstos jugaban alborozados con ramas repletas de hojas para voltear mariposas y luciérnagas, que luego guardaban en un frasco. En las noches de verano, después de cenar se dedicaban a patear los sapos que salían a comer insectos. Ante esa manifiesta agresividad detenía el paso, los regañaba, entonces echaban a correr.

Expresaba verdades que nadie negaba. Le agradaba hablar del tiempo, de la naturaleza, lo mismo que su padre. Recorrió las calles del pueblo por más de cuarenta años. Se integró al terruño. Se convirtió sin exagerar en un pedazo de identidad suipachense. Fue una figura popular.

Un profundo dolor en una de sus extremidades inferiores lo recluyó en el Hogar de Ancianos. Tiempo después sufrió una intervención quirúrgica de la malformación que le aquejaba. La enfermedad fue empeorando, vino la amputación de los dedos de un pié, los que fuimos sus amigos nos preocupamos.

Una tarde de agosto del año 1989 moría con los auxilios de la religión católica, se nos fue despacio, como buscando quizás esos misterios aún no develados del Universo que tanto lo atraían. Sus restos fueron enterrados en el cementerio de Suipacha, son visitados por parientes y amigos.

En pocas palabras:

Martín Orellano apodado el “Negro,” fue un credo vivo y luminoso que ofrece una dirección a seguir. ¡Ojalá que sea así!

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