Dañina avaricia

En uno de mis viajes un lugareño me contó el suceso al que yo le di forma de anécdota. Serafín Martínez había nacido en Chancay en 1929 a 31 km por camino de tierra a Los Toldos, cuyo nombre recuerda el combate llevado a cabo en la plaza de Chancay (Perú) el 27 de noviembre de 1820. Por aquellos días la miseria hacía estragos. Se trabajaba duro y parejo, se defendía el escaso sueldo. Los vecinos depositaban en Serafín Martínez, dueño del único almacén de ramos generales, su ciega confianza y éste se esforzaba por merecerla, la clientela constituía su principal activo.

En su negocio como en otros de la campaña bonaerense, se utilizaba el sistema de venta al fiado con libreta, en la que día a día se anotaban las mercaderías que se retiraban. Las libretas eran motivo de orgullo, se entregaban a los clientes de extrema confianza; significaba tener “crédito”. Todavía eran tiempos en el que la palabra empeñada, valía tanto o más que un documento firmado y sellado.

Los días domingos llegaban chacareros y peones de estancias que apoyaban sus codos sobre el largo mostrador de roble, recubierto en una punta de una fina capa de estaño, en donde se daba de beber, mientras que los grupos de amigos se acomodaban en las pocas mesas disponibles que estaban distribuidas en los laterales del salón. Al medio día, se reunía mucha gente en el lugar.

El dependiente en mangas de camisa con sus puños recogidos -como siempre- estaba despachando copas a los parroquianos cuando de pronto se oye vociferar al jornalero que vivía al lado de la casa parroquial; pedía la presencia del dueño.

-¡Patrón! … ¡Patrón! llamaba asustado el dependiente.

-¿Qué pasa? contestaba Serafín Martínez de pie detrás del pupitre.

-El dependiente le señalaba el sitio en donde Ciriaco Maldonado inmóvil, parecía tallado de madera, mientras esperaba, sus ojos enrojecidos mostraban fastidio.

-¿Qué quieres? le dijo de mal modo Serafín.

-Se había producido un tenso silencio, luego Ciriaco se expresaba de manera áspera, vea, mi cuenta está más cargada que dados en una timba, no se incomode, pero…

-¿Cómo creció mi deuda? … si sólo llevo lo necesario.

-No es posible ¿Con qué esa tenemos? exclamaba Serafín como queriendo mostrar ira.

-Pues yo le digo que la cuenta está mal hecha ¿Usted entiende?

-El dueño era consciente de lo que había sucedido, no podía justificar el error, la codicia le había secado el alma.

-Realmente ¿Qué había sucedido?

Contaba el lugareño de Chancay que una tarde próxima a fin de año, un cliente que no se sabe su nombre, amparado en el aglomeramiento de público que asistía a la tienda, había retirado subrepticiamente del depósito un par de botas de cuero de significativo precio.

¡Santo Dios! exclamó el dueño al enterarse del hurto, dando a sus rezongos una voz atribulada, sus facciones se le pusieron pálidas.

En aquel tiempo no había plata que alcanzara y no faltaban los almaceneros de dudosa conducta que utilizaban astucia para hacerse de unos pesos a costa de los inocentes clientes.

A fin de cuentas, su codicia lo llevó a planear la recuperación del dinero invertido, creando un plus adicional en cada una de las cuentas abiertas en el negocio. Seguramente pensó para sus adentros que el que “nada tiene que ver me va a protestar”. Con la aplicación de este adicional pagaban los justos por los pecadores.

Finalmente las botas fueron cobradas con creces, transformándose la compensación compulsiva en una operación deshonesta que dio que hablar entre las víctimas que generó la maniobra.

De ahí que Serafín Martínez se esforzaba en dar explicaciones de su conducta, estaba tan obsesionado que perdió parte de su capital más preciado, varios de sus mejores clientes cortaron sus compras, pagó por ello un costo muy alto. Es posible señalar que el comerciante al perder de vista las relaciones humanas, dio paso a que “la avaricia se convierta en una gran locura de vivir pobre para morir rico”.

Desde entonces Ciriaco Maldonado no volvió más al almacén, una orgullosa sonrisa borró la amargura de su boca y una altiva mirada de hombre honrado desenturbió el color rojizo de sus ojos. Otros no se animaron a protestar.

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