Luis Andrés Darritchon

Nacido y criado en Suipacha, realizó sus estudios primarios en nuestra ciudad, destacándose como productor agropecuario. Durante su juventud cultivó el arte de la música, integrando diversos conjuntos y agrupaciones de carácter folklórico. Fue un entusiasta difusor del baile y del canto nacional. En su dilatada trayectoria integró el Coro Polifónico durante varios años, representándonos en diversas ciudades del país. Como folklorista fue un asiduo animador de fiestas populares y de cuanta peña se realizara.
Como poeta es autor de numerosas letras donde sobresale la calidad humana y el ingenio que transmite en su pluma, dejando holgadamente demostrado el sentimiento del hombre a su terruño. Entre su producción se destaca principalmente el inmortal “Canto a Suipacha” con música del profesor Carlos Carosella.
Fue miembro del Honorable Consejo Deliberante, proviene de una familia del viejo tronco conservador, en él nunca podía faltar su pañuelo colorado anudado prolijamente al cuello, como divisa punzó. Fue un buen contertulio en la mesa del viejo hotel de Roberto Rojas.
Publicó el relato “La Marca” que lo presentó en el primer concurso de cuentos regionales auspiciado por el Instituto de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, mereciendo un reconocimiento del mundo cultural tradicionalista argentino.
En rueda de fogones con gracia y humor contaba cuentos cortos, muy disfrutados por los oyentes de programas de radio locales. Sus escritos perseguían un solo fin distraer, conmover y deleitar el ánimo de los vecinos sobre todo cuando llegaban las fiestas patronales tocando su guitarra y cantando a dúo con Juan Salvador Federico.
Para conocimiento del lector, en el primer concurso de antología de cuentos regionales de la provincia participaron las señoritas Laura Larraignet con su obra “Espejo del Pasado”; “Picho” de Noemí Yolanda Gallego y “Remembranzas Suipacheras” de Patricia Margarita Muller.
En la década del sesenta, el folklore comenzaba a florecer en Suipacha, el joven Juan Salvador Federico presentaba en sociedad a “Mainumbí”, agrupación que rescataba las canciones rioplatenses con una gran aceptación. Actuaron en él Luis Andrés y Raquel Darritchon, Margarita y Eva Delfino y el propio Juan. Se constituyeron en una figura de recambio, cantaban la memorable zamba Vidala de Regreso y de la Candelaria. Tanto Federico como Darritchon en la actualidad siguen componiendo exquisitas letras y hasta hace muy poco tiempo se los veía actuar en el coro polifónico local.

A continuación transcribo una canción y un cuento, que seguramente serán de su agrado:

CANTO A SUIPACHA

¡SUIPACHA! TU GLORIA ELEVEMOS
EN FELICES CANTARES AL CIELO,
Y DE OCASO A LA AURORA EN TU SUELO
“SUIPACHA”! SE ESCUCHA CANTAR.

MI PUEBLO ES TIERRA DE LIBRES,
Y TAL GLORIA LE DIERON SUS HECHOS.
DE LOS HOMBRES QUE TIENEN DERECHOS
SUIPACHA ES PATRIA COMÚN.

ES EL SOL QUE SALUDA FESTIVO
AL MOSTRARNOS LA FAZ EN ORIENTE,
Y AL HUNDIR EN OCASO LA FRENTE
SE DESPIDE FESTIVO TAMBIÉN;
Y SUIPACHA SE GOZA EN LOS HIJOS,
BENDICIENDO A LOS HIJOS QUE CRECEN,
QUE, FERVIENTES, SU VOTO LE OFRECEN
Y QUE SIEMPRE SERÁN SU SOSTÉN.

¡SUIPACHA! TU GLORIA ELEVEMOS
EN FELICES CANTARES AL CIELO,
Y DE OCASO A LA AURORA EN TU SUELO
“SUIPACHA”! SE ESCUCHE CANTAR.

Letra de Luis A. Darritchon (H)
Suipacha, Julio de 1996

LA MARCA
La noche que mataron a mi hermano menor, en el baile, en el boliche del Vasco Garbizu, yo andaba con el zurdo Benavidez en un arreo por los pagos del Navarro.
Si no hubiera ido en ese arreo con el Zurdo, que tanto me cansó para que lo acompañara, casi seguro que yo también hubiera ido al baile y quién sabe si no hubiera podido atajar la cuchilla que mató a mi hermano.
Fíjese: el muchacho era embarullador, le gustaba el trago y se divertía de lo lindo en los bailes. Era una diversión verlo bailar. Pero a otros no les gustaba. ¿Vio esos tipos de mirada resentida que se pasan la noche bichando las parejas? Después, cuando le echan el ojo a alguna muchacha, les va brotando una rabia contra el que las acompaña.
Bueno, eso fue lo que le pasó a mi hermano. Porque no era un hombre de andar manejando armas ni pelear por zonceras.
Yo lo vi defenderse una vez con la pata de una de esas sillas de paja contra un morocho que lo atacaba a facón limpio. ¡Era saltarín mi hermano! Me quedé parado para ver como esquivaba el bulto a los puntazos. Si parecía que bailaba, sereno y sonriente, mientras el otro resollaba como vaca cansada. Al final, como vi que volaban las astillas y el palo se achicaba, me acerqué y dándole la espalada al morocho, saqué un cuchillo y se lo entregué a mi hermano. Toma –le dije- afírmale un buen planazo aunque más no sea. ¿Y sabe? Ahí nomás se terminó la pelea. En cuanto me di vuelta el morocho estaba envainando, rodeado de gente que le pedía se quedara tranquilo. Se fue a un rincón y apoyado en la pared siguió mirando el baile o a las mujeres con esos ojos resentidos del hombre que no se satisface ni con la pelea ni con las hembras. Me dieron ganas de pelearlo a mí también: me daba lástima verlo allí apagado como brasa bajo la grúa, y la frente coloreada por los golpes y raspones del palo.
¿Sabe paisano? A los hombres si uno los pelea, lo mejor es matarlos, porque andan de baile en baile juntando odio y poniéndole el ojo a alguno de los que se divierten para hacerlo pagar la diversión.
Es cosa de no creer. Es fácil provocar al que se pasa en la bebida, pero estos tipos son de los que no toman. agarran un vasito de ginebra y ahí están, toda la noche, mojándose los labios y fumando negro con los ojitos entrecerrados. Los abren como lagarto cuando pasa alguna que les gusta, pero no le alcanzan las agallas para acercarse a la mujer y decirles unas palabras con olor a ginebra y que le hagan salir los colores. Son como esos vinos aguados que al final no tienen ni gusto a agua. Ahí estaba, cargándose de resentimientos hasta que no aguantaba más.
Parece que a mi hermano lo mató uno de esos, pero no se sabe bien cómo fue. Mi hermano, dicen, que bailaba con la hija de Traverso, moza que le gustaba y que se reía de algunas palabras que le estaban cosquillando en las orejas. Había esa noche varios mirones, fumando y mirando. Estaba también el “Fiyinga”. Usted lo conoce ¿no? ¡Quién no lo conoce al “Fiyinga”! Siempre se pasa en el trago y ya andaría a los reculones sin que nadie lo quisiera acompañar, bailando sólo y arrastrando las alpargatas y enredándose en las piernas hasta que en una de esas se vino al suelo. Todos se juntaron alrededor, mirándolo cómo se quería incorporar apoyándose en los codos. Y allí dicen que fue la cosa. En medio de la risa, mi hermano se puso pálido y abrió la boca para gritar, pero no lo hizo. ¡Era hombre mi hermano, aguantador! Se dio vuelta para buscar al que le había hundido la daga en los riñones. Había unos cuantos detrás de él y no había podido distinguir por se le nubló la vista, imagínese. Cayó sin decir un ¡ay!
¿Pero sabe?, alguien vio y me contó que un tipo se hizo humo escondiendo el cuchillo. Me dicen que tenía una marca que le corría desde abajo del ojo hasta la oreja, en el lado izquierdo, del lado que usted se está tapando con la mano.
¡Descúbrase compañero! ¡Y ahora saque el arma y defiéndase!

Luis A. Darritchon

Categorías: Crónicas.